UNA HISTORIA ÍNTIMA

Tres fotos

Fafa Gari
8 min readJun 27, 2020

Esta es una historia con final feliz.

Y también es una historia real, me veo obligado a aclarar, de tan acostumbrados que estamos al desencuentro entre historias reales y finales felices.

Primera foto

Estos somos mi hermano Juan y yo.

Juan nació un año y veinticinco días después que yo, y mantuvo su condición de “hermano menor” por casi dos años y medio, hasta el nacimiento de Mica, que cerró el triunvirato. En la conciencia familiar, Juan fue siempre el hermano del medio.

Por ser hermanos, llevarnos año y monedas, y ser los dos varones en un mundo en el que — por entonces más que ahora pero todavía — eso significa algo, compartimos todo: habitación, ropa, colegio, clases de inglés, amigos del barrio y colonia de verano.

Juan y yo fuimos siempre muy diferentes.

Juan jugaba de mitad de cancha para abajo, de arquero o defensor, y yo de mitad de cancha para arriba, de mediocampista o delantero.

Juan era muy distraído y travieso en la escuela, yo era elocuente y aplicado.

Juan nadaba como un renacuajo en la pileta del club, yo me tiraba palito y siempre terminaba a punto de morir ahogado.

A Juan no le gustaba la pizza, a mí me encantaba la pizza.

A Juan no le importaba si su remera roja combinaba con su shortcito verde y las medias de la Fiorentina, yo usaba gel.

A Juan no le gustaba hacer sociales ni sacarse fotos familiares, yo no paraba de hablar.

Claro que teníamos nuestras cosas en común. El fútbol e Independiente. Los Caballeros del Zodíaco —que él descubrió en la televisión pública brasileña y veíamos en portugués a las 6 de la mañana — y Dragon Ball. Las horas que les dedicamos a los videojuegos. Los Simpson y un puñado de películas, en general comedias. Los helados.

También la imaginación: yo la volcaba en relatos o poesías, él en un juego que en su momento a todos nos parecía algo ridículo pero hoy encuentro maravilloso y que era simplemente jugar con las manos, pero jugar como solo lo vi a él; jugar a una guerra interestelar, con naves que se hacían robots y sayayines y teletransportaciones y explosiones que producía con la boca, aire y saliva.

Pero no éramos dos, éramos tres, y a pesar de que en la familia se ocupaban de no hacer diferencias, comprendo que más de una vez la vida se le debe haber hecho tibia, porque nunca sos el primero y nunca sos el último. Y sé que muchas veces debe haber sido un bodrio tenerme de hermano mayor, porque las comparaciones son odiosas pero existen, y tengo recuerdo de infinidad de veces en las que amigos, familiares, vecinos, maestros, álguienes y nadies se tomaron la libertad de contrastarnos, más de las veces en su desmedro.

Guardo un orgullo secreto por mi hermano por demostrarse tantas veces mejor que yo, por cerrarles tantas veces el culo. Cuando éramos pibitos, él era muy bueno atajando, pero jugando era malo, cosa que yo hacía muy bien. Le gustaba jugar de lateral, pero era medio petiso y tenía menos habilidad que aprendiz de carnicero. Igual él insistía. Todos en el grupo de amigos del barrio le decíamos que atajara, pero Juan pedía cancha. Terminó convirtiéndose en un gran defensor central.

No me van a creer porque es mi hermano, pero de haber descubierto antes esa posición estoy seguro de que hubiera jugado no solo en Primera sino además en la Selección. A veces juega de cinco y me gusta cómo lo hace, pero es diez veces mejor como último guardián del arco. Es jodidísimo pasarlo, porque combina una gran determinación con inteligencia para marcar: tiene un timing espectacular para colar su cuerpo entre el rival y la pelota.

Otro ejemplo: a Juan lo tildaban de vago, en contraposición a mis notas sobresalientes en la escuela, sin vislumbrar que él no dejaría de trabajar ni un año desde los 18 y aún así se recibiría de contador en la UBA, y se convertiría así en el único de los tres hermanos con un título universitario.

Odio la expresión “ejemplo de superación”, pero no sé si le aplica a alguien mejor que a Juan.

Con los años, nuestras diferencias se acentuaron sin que nos alejáramos. Simplemente, somos y pensamos distinto en muchas cosas. Pero aunque nunca hemos hablado al respecto, sé que los dos mantenemos esos temas que nos unían como templos en los que volvemos a encontrarnos, en los que él suspende su parquedad y yo simulo que esas cosas me siguen importando lo mismo que antes. Nuestras personalidades se equilibran de un modo especial, y creo que por eso casi nunca nos peleamos, ni siquiera cuando el divorcio de mamá y papá devino en volver a compartir una habitación, nosotros mucho más grandes y la habitación mucho más pequeña que la primera vez, con excepción de algún roce por el ruido que yo hacía en la compu al escribir mientras él intentaba dormir para madrugar y que hace años es una anécdota que Juan cuenta en las mesas familiares.

A veces lo quiero matar, porque se comporta como un boludo: es parco, cortamambo, puede ser hasta desubicado. Pero sigue siendo ese hermano que está cuando lo necesito, que llega a mí abriéndose paso. Esa es la imagen que tengo de él. Juan estaba en el último año de jardín y en un acto tenía que hacer de duende y repartir galletitas entre los niños del colegio. Y eso hizo, se puso a repartir entre al menos cien mocosos sentados en el patio. Yo estaba lejos, no había chance de que llegara hasta donde yo estaba con comida en su canastita. Pero él sabía lo que me gustaban las galletitas de chocolate. Y yo era su hermano. Soy su hermano. Así que se abrió paso entre niñitos zombies que se avalanzaban sobre la canastita. Se abrió paso protegiendo la última galletita, cruzando el bracito como un escudo y con gestos de rabia a los mocosos que intentaban meter la mano. Y llegó. Y lo ha vuelto a hacer otras veces.

Hace unas semanas, Juan ya no es tan parco. Está tan feliz que se olvida de ser lo mala onda que es a veces. Llegaré a explicar porqué: de eso se trata esta historia.

Está tan feliz que se parece al de esta primera foto que encontré mientras ordenaba las cajas que dejaron atrás mis abuelos.

Ahí está la primera habitación que compartimos. La cama cucheta de caño azul, tan ruidosa. Los cubrecamas de la abuela. Y Juan y yo abrazados y riéndonos; él con su típico gesto de Jaimito pero sonriendo, algo que no suele hacer cuando tiene una cámara adelante.

Segunda foto

Estos somos Juan, Laura, mamá y yo.

Lau es la novia de Juan hace más de quince años. Es hace tanto tiempo parte de la familia que cuando me detengo a pensarlo me asombro: ¡nos vio cambiar tanto, la vimos cambiar tanto!

Cuando conocimos a Lau, ella ya venía con su propia historia de superación. No voy a referirme a esa historia porque es suya, solo lo menciono a modo de contexto.

Lo importante aquí es dejar en claro que Lau es indispensable. Siempre lo fue, pero tengo la idea de que nos dimos cuenta el día que se puso a la par de la primera línea de mi familia para cuidar a mis abuelos durante sus interminables internaciones.

Lau hace eso. Les pone esfuerzo a los vínculos. Es capaz de leerse una novela de 700 páginas de Stephen King para tener algo sobre lo que conversar.

Hace tres años y medio, Lau venció un cáncer de útero. El tratamiento la dejó sin la posibilidad de quedar embarazada. De volver a quedar embarazada, porque para entonces Juan y Lau no eran padre y madre en el sentido de tener un niño al que cuidar, eran padre y madre en el sentido de haberlo perdido en el octavo mes, un día que fue el más triste de nuestras vidas.

La foto es de una visita al departamento en la Ciudad de Buenos Aires que habían alquilado para estar cerca de la clínica donde Lau se estaba tratando el cáncer. Me cuesta decir que es una “foto feliz”, porque el contexto no era feliz. Pero a su manera lo es, porque estamos juntos. Y para mí es como un talismán que me recuerda la valentía y la fuerza de Lau, y el compañerismo entre Lau y Juan, la poderosa trinchera que construyeron durante años para poder hacerle frente a tanto dolor, del que sana como un cáncer y del que se lleva por siempre como perder un hijo.

Lau y Juan son un ejemplo de amor y resiliencia.

Acá también Juan sonríe. Pero no lo abrazo yo, lo abraza Lau, mientras saco la foto.

Clic.

Tercera foto

Estos somos Juan, C. (uso su inicial por cuestiones legales) y yo.

Juan y Lau son, de nuevo, papá y mamá, desde el lunes 11 de mayo de 2020. Esa mañana, a través de una videollamada de WhatsApp con mi hermana y mi tío, nos contaron que por fin habían podido adoptar una niña. Una niña que hace más de un mes nos tiene a todos en la familia encapsulados en la felicidad, a resguardo de la desazón de la cuarentena y sus consecuencias. Somos agradecidos por eso.

Ahora soy tío. ¡Y padrino! Todo por primera vez de parte de hermanos.

Perdón pero sí: la foto evidencia que rompimos la cuarentena. Mi hermano vive cerca y tenía que traer a C. al consultorio infantil a media cuadra de casa, para un chequeo. Así que pasaron un ratito.

Y acá está Juan, de nuevo, en la tercera foto. Ya lo dije, está contento como jamás lo vimos: C. humedeció su parquedad. Se nota un montón lo que deseaba ser papá.

Y acá está Juan, de nuevo, siendo el hermano del medio más disruptivo de la historia: el que primero se recibió, el que primero se independizó, el que primero fue papá. Da igual, no es una carrera, pero está bueno.

Y acá está Juan, de nuevo, siendo tan diferente y tan igual a mí.

Y acá está Juan, de nuevo, abriéndose paso. Después de todo, ¿no es eso lo que hacen los hermanos del medio?

Final feliz.

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Fafa Gari

UX Writer en Mercado Libre. Escribir me llevó además por NAN, Página/12, Clarín, Futurebrand y el Ministerio de Planificación nacional. Longchanense.